¿Es responsable la pandemia de la crisis fiscal? La retórica oficial desplegada en un corto, pero incisivo tráiler televisivo en pro de un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI) reza más o menos así: “la economía del país iba muy bien tras el ajuste fiscal de diciembre del 2018, las expectativas de crecimiento eran positivas, el déficit fiscal comenzaba a solucionarse, la curva de la deuda pública se reducía a niveles manejables y el gasto público estaba controlado, pero, de pronto, irrumpió con fuerza la pandemia y todo se echó a perder”. “Ahora –agregan- estamos a punto de caer en una crisis como la de 1980, a menos que se apruebe sin dilación la propuesta al FMI”.
¿Es cierta esa retórica? ¿Deben comprarla los diputados? ¿Tienen razón los sectores productivos de adversar la propuesta al FMI? ¿Por qué la mayoría de los economistas se opone? ¿Está exenta de consideraciones ideológicas afines al Estado y contrarias al mercado? ¿Qué cambios deben introducirse para lograr un balance apropiado en estas circunstancias tan adversas?
Antes de responder, debo acotar que casi todos concuerdan con el diagnóstico de la situación económica y fiscal actual, pero difieren sobre las causas y soluciones.
Diagnóstico. Costa Rica está en crisis. La economía se desplomó, el producto interno bruto (PIB) caerá alrededor del 6% real este año (recesión), el déficit fiscal del Gobierno Central rondará el 10% del PIB según Ecoanálisis, el desempleo no baja del 25% de la fuerza laboral, la pobreza subió, los subempleados arañan escasas fuentes de trabajo para llevar sustento a sus familias, y hay una sensación de desesperanza generalizada.
Causas. ¿Es la pandemia la única culpable o hay otros responsables? Asumir que todo iba bien antes de la pandemia es pecar de corta memoria. La situación fiscal y económica venía mal desde el 2010, debido a medidas expansivas adoptadas durante la administración Arias, especialmente por el incremento en la planilla del sector público (Gobierno, CCSS), que convirtió el frágil superávit logrado durante la fase expansiva del ciclo económico en un precario déficit fiscal del que nunca se recuperó. El gobierno presidido por doña Laura Chinchilla logró aprobar en la Asamblea Legislativa una ambiciosa reforma tributaria, pero fracasó en la Sala Constitucional por deficiencias en su tramitación. Después, su gobierno desistió de adoptar una nueva reforma tributaria (tiró la toalla, dije en aquella oportunidad) y le endosó el fardo fiscal al Gobierno de Luis Guillermo Solís, cuyo ministro de Hacienda subestimó el faltante durante los dos primeros años de gobierno y no fue sino hasta el final cuando insistió en crear nuevos impuestos, pero sin hacer ningún esfuerzo substancial por reducir el gasto ni emprender una reforma estructural del Estado. Al partir, dejó recaer el fementido hueco fiscal en las espaldas de la nueva administración de Carlos Alvarado.
Forzado por las circunstancias, Alvarado impulsó la reforma fiscal aprobada en diciembre del 2018 utilizando como argumento el espectro de la crisis de Carazo: ‘si no se aprueban los nuevos impuestos –decía- caeremos en el precipicio de 1980’. Los diputados lo compraron y aprobaron bajo la promesa oficial de que sería suficiente, pero pronto salieron a la luz sus deficiencias, tal y como se había previsto, incluso por el Fondo Monetario Internacional que siempre lo consideró como un buen paso inicial, pero nunca la solución definitiva. Sin un esfuerzo frontal adicional (up front) para reducir el déficit –decía- y pocas reformas de ajuste estructural -agregábamos nosotros- no le augurábamos mucho éxito ni sostenibilidad. El equilibrio era muy frágil y pecaba doblemente: preveía un proceso de ajuste muy distante en el gasto (a la sopa de la Regla Fiscal le echaron mucha agua de camino) y, peor aún, no previó ninguna reserva estratégica para enfrentar riesgos imprevistos, como la pandemia.
Pandemia. Debo aclarar que el virus, en sí, no es el responsable de la crisis económica, sino las medidas restrictivas adoptadas por el Ministerio de Salud que paralizaron una parte muy importante de la economía: clausuraron escuelas, colegios y otros centros de enseñanza, se cerraron amplios sectores de la economía, se restringió el libre tránsito de personas, se cerraron cines, restaurantes hoteles y playas, muchos sectores se desplomaron, aumentó el desempleo y mermaron las fuentes de ingreso. Como consecuencia, se expandió el gasto público, cayeron los ingresos fiscales, bajaron las contribuciones a la CCSS y hasta las municipalidades se vieron en problemas.
La pregunta esencial es si esas medidas tan restrictivas (confinamiento, danza y martillo) eran las únicas que se podrían haber tomado, o si, por lo contrario, había alternativas menos onerosas (Costa Rica trabaja y se cuida) que debieron haberse adoptado desde el principio, cuando sólo había pocos casos, para no afectar tan severamente la producción y el desempleado.
Dudas. Yo nunca me persuadí de la eficacia de la política sanitaria inicial y así lo expresé en estas mismas páginas hace mas de tres meses. Creo que se cometieron muchos errores y era aterrador el impacto económico que el cierre y las demás restricciones produciría en el crecimiento, quiebra de empresas, desocupación inmobiliaria (rótulos de ‘Se alquila’ pululan por doquier) y el asomó del feo rostro de la pobreza. ¿Por qué cerrar escuelas y colegios e impedir que los progenitores pudieran trabajar si el contagio y resistencia de los jóvenes es un riesgo menor? ¿Por qué no cuidar especialmente a los ancianos y otros ciudadanos vulnerables y permitir que el resto de la población económicamente activa continuara laborando, con los cuidos necesarios (caretas y demás), ayudando a sostener la producción? ¿Por qué, en vez de gastar sumas millonarias en programas como Proteger, no se destinaron esos recursos a fortalecer la capacidad hospitalaria?
En mi opinión, las autoridades de Salud se jugaron una carta que, a la larga, resultó muy riesgosa. Su estrategia inicial consistió en imponer un riguroso cierre para tratar de contener la contaminación y derrotar ad portas el virus, pero éste resultó mucho más contagioso de lo previsto. No lograron aplanar la curva, contener las muertes ni contagios, ni, tampoco, producir una inmunización comunitaria, pero sí desplomaron la economía. Si pudieran echar el tiempo atrás, ¿lo harían de la misma manera? ¿Hubieran acaso adoptado estrategias de otros países más exitosos, como Suecia, Uruguay y Singapur, que nunca cerraron sus economías?
¿Soluciones? Hoy, desafortunadamente, tenemos lo peor de los dos mundos: hospitales al borde del colapso y una fuerza laboral diezmada y malherida en la cruenta batalla del desempleo. Y, para rematar, le quieren imponer la amarga medicina de un programa de ajuste fiscal con el Fondo Monetario Internacional que descansa fundamentalmente en nuevos impuestos (5% del PIB), muy poco en reducción de gastos (1%) y nada de ajuste estructural para darle sostenibilidad en el tiempo. La ironía de esa cuestionable propuesta oficial es que le permitiría al Fisco respirar por algún tiempo, pero sumiría por largo tiempo al resto de la economía en cuidados intensivos.
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